dimarts, 17 de març del 2020

La ciudad desierta y los bárbaros del norte

“Those who would give up essential liberty to purchase a 
little temporary safety deserve neither liberty nor safety”

La resistencia
En estos días de confinamiento y pánico corremos el riesgo de olvidar uno de los rasgos diferenciales de nuestra cultura: la vida exterior, aquella que históricamente se ha desarrollado en plazas y mercados. El mundo que nos quede tras el paso del coronavirus amenaza con eliminar cualquier resquicio de esa atávica forma de existencia. Ideas como el teletrabajo o el distanciamiento social han llegado para quedarse. En realidad no son más que el culmen de un proceso de confinamiento que viene produciéndose desde hace tres décadas.

En su artículo de 1981 La ciutat i els nens, Montserrat Roig ya se quejaba de cómo los niños han dejado de jugar en las calles. La obsesión con la seguridad y el pánico de los progenitores a un ciudad inmensa convertida en jungla de cemento (hábitat impensable sin sus bestias y depredadores), ha llevado a toda una generación a huir del peligroso mundo callejero para encerrarse en la ultraprotectora esfera de lo doméstico. Móviles, ordenadores y televisión de pago solo han hecho que acelerar esta dinámica.

De este viraje hacia la reclusión habló Luis Racionero en su obra El Mediterráneo y los bárbaros del norte. El escritor catalán, recientemente fallecido, explica cómo el capitalismo y el amor al trabajo (característica propia del luteranismo) han tratado de desdibujar los rasgos esenciales de la cultura mediterránea, amante de la buena vida y propensa (gracias a un clima privilegiado) a hacer vida en las terrazas.

Más allá de sus teorías anti-germánicas, Racionero también nos da lecciones sobre urbanismo, disciplina que estudió en Berkeley y que le permitió comprender la importancia del concepto polis. Según él, la ciudad griega clásica, jamás superior a los 10.000 habitantes, representa la unidad fundamental de la civilización, es decir, la única forma en que los humanos han sido capaces de vivir en armonía, no tan solo con la naturaleza sino con ellos mismos.

La polis permite a sus ciudadanos (obviaremos hoy el tema de los esclavos) seguir al pie de la letra los preceptos del Oráculo de Delfos: “Conócete a ti mismo” y “Nada en exceso”. Su escala humana, alejada de las dimensiones colosales habituales en la metrópolis moderna, nos permite comprender cuál es el modelo a seguir para crear comunidades democráticas, autosuficientes, independientes y capaces de protegerse a sí mismas.

Ante un mundo de megalópolis donde el egoísmo y el miedo nos llevan a someternos a la voluntad del estado hobbesiano, mirar hacia la polis puede ser una buena forma de evitar volver a caer en las aberraciones urbanísticas perpetradas por los tiranos del pasado. De Bellvitge a la RDA, se ha querido desnaturalizar a hombres y mujeres colocándolos en ataúdes de cemento donde poder reposar tras maratonianas jornadas laborales. Métro, boulot, dodo...

Las mastodónticas ciudades de hoy, impresionantes a ojos del visitante pero grises de corazón y carentes de espíritu, continuan con sus agitadas rutinas sin saber que, pasito a pasito, aquello que una vez llamamos vida va apagándose en el ahogo de nuestras cómodas celdas de aislamiento. Las sillas que las abuelas de pueblo colocaban en los portales se vaciaron hace tiempo. Aun así, los presos aplauden. Somos una confiNación.

Joan Simó i Rodríguez