divendres, 26 de juliol del 2019

Crítica foucaultiana a la 'episteme' posmoderna


“L'impérialisme dicte partout sa loi.
La révolution n'est pas un dîner”

Claude Channes, 
«Mao-Mao» (1967)



En Las palabras y las cosas, Michel Foucault pretende rastrear el origen de las construcciones ideológicas que han determinado los límites del pensamiento occidental durante diversas etapas de la historia humana a través de un ejercicio al que el mismo se refiere como "arqueología del saber". Foucault habla de tres tipos de episteme, es decir, de tres marcos generales que modelan los discursos de tres épocas distintas: la episteme renacentista, la clásica y la moderna.

Episteme renacentista

El pensamiento del siglo XVI está marcado por la idea de similitud. “El mundo se enrollaba sobre sí mismo: la tierra repetía el cielo, los rostros se reflejaban en las estrellas y la hierba ocultaba en sus tallos los secretos que servían al hombre. La pintura imitaba el espacio. Y la representación —ya fuera fiesta o saber— se daba como repetición” (Foucault, Las palabras y las cosas).

La hermenéutica y la semiología se convierten, en este contexto, en herramientas claves para tratar de encontrar la esencialidad de la “prosa del mundo” a partir de las huellas de la naturaleza. Ciencia y magia se unen con el propósito de trazar unas leyes que lo estructuran todo.

Episteme clásica

“Don Quijote esboza lo negativo del mundo renacentista; la escritura ha dejado de ser la prosa del mundo; las semejanzas y los signos han roto su viejo compromiso” (op. cit.). Foucault utiliza al célebre personaje de Cervantes para trazar el cambio de episteme que supuso la irrupción del siglo XVII.
El barroco es un momento de duda respecto a la realidad observable. La semejanza deja de ser el pilar fundamental del pensamiento para ser substituida por la matemática y la lógica. Las ideas de Descartes sobre los engaños a los cuales nos someten los sentidos son claves para entender una forma de pensamiento que reniega de la plena identificación entre la palabra y la cosa.

Episteme moderna

Los siglos XIX y XX estarán definidos por una palabra: «progreso». La episteme moderna se caracteriza por su inquebrantable fe en el progreso y el conocimiento empírico. La Revolución Francesa es el punto de partida de la era contemporánea, época marcada por discursos de voluntad totalizadora en todas las ciencias: filosofía, economía, biología...

También es importante la recuperación de la idea de utopía en el siglo XIX. El tiempo, lineal, tiene como punto final un éxito, algo que debe ser perseguido, ya sea la desaparición de las clases sociales, la llegada del superhombre o la imposición de una empresa sobre otra. Todo tiene un objetivo y unas pautas, está encerrado dentro de un sistema.

Los horrores del siglo XX servirán para que una serie de pensadores decidan confutar los grandes relatos que habían existido hasta el momento. La bomba atómica, la transformación de la dictadura del proletariado en simple dictadura o lo ocurrido en Auschwitz serán el punto de partida para el nacimiento de la posmodernidad.

Una nueva espisteme

Frecuentemente se ha considerado a Foucault como un pensador posmoderno. Pero ¿qué entendemos por posmodernidad? Según la definición de Terry Eagleton, es la forma de definir “el movimiento de pensamiento contemporáneo que rechaza las totalidades, los valores universales, las grandes narraciones históricas, los fundamentos sólidos de la existencia humana y la posibilidad de conocimiento objetivo. El posmodernismo es escéptico ante la verdad, la unidad y el progreso, se opone a lo que se entiende que es elitismo en la cultura, tiende hacia el relativismo cultural y celebra el pluralismo, la discontinuidad y la heterogeneidad” (Eagleton, Después de la teoría).

Así pues esta corriente de pensamiento, que algunos ven nacer con el existencialismo, popularizarse durante las protestas estudiantiles de 1968 y ser aceptada por toda la izquierda europea tras la caída del muro de Berlín, puede ser considerada como una nueva episteme en que la subjetividad y el nihilismo parecen haberse apropiado del discurso filosófico-cultural. Pensadores como Derrida, con su planteamiento deconstructor que niega la posibilidad de la totalización de la realidad por parte de cualquier sistema, se convierten en los profetas de un nuevo marco mental en que todo valor tradicional acaba siendo objeto de relativización.

Daniel Bernabé habla de ello en su libro La trampa de la diversidad utilizando una frase del protagonista de la serie de Netflix, BoJack Horseman: “No he hecho nada malo porque no puedo hacer nada malo porque todos somos simples productos de nuestro entorno, que vamos rebotando por ahí como canicas en el juego de los hipopótamos tragabolas que es nuestro universo cruel y azaroso”. En esta sentencia, que podría ser entendida como una adaptación pop del pensamiento de Albert Camus, Bernabé dice encontrar la esencia de la posmodernidad: “la aceptación del mundo fragmentario e inasible de la modernidad, que lejos de enfrentarse, se celebra con una mueca de inteligente desencanto, [...] la ausencia de reglas, de un caos ordenado en el que solamente parece que mediante la ironía y el descreimiento podemos fingir algo de comprensión” (Bernabé, La trampa de la diversidad).

El discurso posmoderno como mecanismo de poder

Gran parte de la obra filosófica de Foucault está dedicada a mirar hacia el pasado para tratar de comprender el presente. Esta perspectiva genealógica se encarga de demostrarnos la imposibilidad de ser libres y nos muestra como lo que somos: seres que viven en una determinada época y que, por este motivo, acatan una serie de valores que responden a unos intereses predeterminados. Teniendo en cuenta este planteamiento, ¿qué podría hacernos pensar que el hombre que no era libre en las epistemes renacentista, clásica y moderna iba a serlo en la posmoderna? 

Si la idea de semejanza respondía a los intereses de los señores y principalmente de la iglesia (Dios está presente en nuestro mundo, las leyes de nuestra sociedad son las de Dios, quebrantar las leyes significa contradecir a Dios), la idea de progreso responde a puros intereses de producción similares a los del feudalismo: la promesa de un paraíso (teológico, marxista o basado en la ascensión social) mejora la productividad. Entonces, la negación de la verdad, del paraíso y la universalidad, ¿a quién benefician?

El fracaso de la utopía marxista y la aceptación de la idea según la cual ningún sistema puede totalizar la realidad y que, por lo tanto, es inviable cualquier tipo de lucha para construir un mundo realmente justo favorece, claramente, los intereses del statu quo. Planteamientos como el de la perpetua necesidad de deconstruir los discursos implican un elevado riesgo de caer en el relativismo más profundo.

Pero el problema no es solo ese. La negación de determinados mitos conlleva siempre la aceptación de otros. La Europa de la Guerra Fría es un buen ejemplo de ello. Un poder débil y de reciente creación como lo era el sistema soviético necesitaba de la represión feroz para garantizar su subsistencia, mientras que el poder burgués capitalista, más afianzado y sin una oposición organizada o peligrosa, puede permitir a sus jóvenes la licencia de manifestarse libremente sin necesidad de brutales reprimendas o, al menos, no tan brutales como las soviéticas. Una simple comparación entre las protestas del París de 1968 y las de la Primavera de Praga sirve para ilustrar lo que digo: 3 muertos contra 72.

Este contraste numérico no atiende a criterios de bondad o maldad. Se estiman en más de 200 el número de argelinos que fueron lanzados al Sena durante las protestas del 1961. Hay que tener en cuenta que en este caso la independencia de la colonia era un riesgo real como lo era el del abandono de Checoslovaquia del Pacto de Varsovia. 

Lo que quería decir con todo esto es que los poderes fuertes, aquellos que han conseguido establecer su lógica, en este caso capitalista, en las mentes de los ciudadanos, pueden permitirse tener en su seno a determinadas voces críticas para con el sistema. Las gracias de los filósofos posmodernos son toleradas e incluso reídas por un poder a quien no incomodan e incluso favorecen. La idea de que todo cambio debe ser interior, desactiva cualquier posibilidad de insurgencia real.

Perry Anderson habla en Los orígenes de la posmodernidad del contexto que vio florecer la vertiente más posmoderna de pensadores como, por ejemplo, Lyotard: 
“En 1976, sin embargo, los partidos comunista y socialista habían acordado un programa común, y su triunfo en las siguientes elecciones legislativas parecía cada vez más probable. La perspectiva de ver al PCF en el Gobierno, por primera vez desde el inicio de la Guerra Fría, sembró el pánico entre la opinión biempensante y desencadenó una violenta contraofensiva ideológica. El resultado fue el lanzamiento a la fama de los nouveaux philosophes, un grupo de antiguos publicistas soixante-huitards patrocinado por los mass media y el Elíseo”.
¿Habría que ver en este hecho una intención perversa y colaboracionista por parte de los filósofos? No. Muchos de ellos aportaron grandes contribuciones al pensamiento contemporáneo, como hizo Foucault con libros como Vigilar y castigar. A los intelectuales franceses de los años 60 y 70 les sucedió algo similar a lo que ocurrió con los pintores expresionistas norteamericanos en los 50, utilizados, sin saberlo, por la CIA para crear un arte apolítico en oposición al realismo social imperante durante la era Roosevelt.

Conclusión: Derrida, vacío y consumismo

En La escritura y la diferencia, Jacques Derrida habla de los límites de la estructura poniendo como ejemplo las teorías defendidas por el antropòlogo Claude Lévi-Strauss que encuentra en el tabú del incesto un punto en el que la estructura tradicional, basada en la oposición entre naturaleza y cultura, se ve superada por una cuestión que es a la vez natural y cultural.

A partir de este ejemplo Derrida defiende que cualquier sistema contiene en su seno un socavón estructural. Esto es aplicable a cualquier individuo que vivirá siempre a merced del vacío. Este vacío, cuyo deseo de ser llenado acaba convirtiéndose en motor de la acción humana, no tiene forma de ser llenado.

La idea de la muerte de Dios planteada por Nietzsche descarta que nuestro vacío pueda ser llenado por la fe cristiana. Pese a ello, el alemán, como buen exponente de la episteme moderna planteaba la creación de unos valores propios, los del superhombre capaz de guiar sus acciones a través de la voluntad. Derrida no sigue esta lógica y plantea que el vacío jamás podrá ser llenado.

Esta insatisfacción, tan característica del individuo posmoderno, favorece claramente al consumismo, más aún cuando a este sistema mercantil se le une un factor claramente como la identidad. Si el consumismo original, nacido con los grandes almacenes de principios del siglo XX, buscaba la simple satisfacción de los placeres mundanos, el nuevo consumismo, con su barniz ideológico, va mucho más allá.

Cuando la transformación del mundo se convierte en algo imposible y la violencia, al menos la física, pasa a ser un tabú, cualquier disputa ideológica deja de ser responsabilidad de la colectividad para recaer en el individuo. El poder económico capitalista, consciente de esa realidad, aprovecha la insatisfacción y el vacío existencial para ganar nuevos consumidores.

En un momento de la película The Pervert's Guide to Ideology, Slavoj Zizek habla del café de Starbucks como un ejemplo de consumismo ideológico. Starbucks avisa a sus clientes de que el elevado precio de sus bebidas se debe a que parte del dinero va destinado a acciones sociales. Cuando el usuario paga por un producto de dicha marca está comprando, a la vez, una identidad, la del ecologista. El vacío se ve llenado temporalmente y el sistema se mantiene inalterable.

Dudo que Jacques Derrida tuviera la intención de perpetuar unas estructuras que, en un principio, pretendía hacer implosionar. Lo cierto es que su filosofía, y la de muchos de sus compañeros de generación, ha contribuido a generar una nueva episteme que, muy probablemente, marcará la evolución del siglo XXI. Una episteme que, como todas las anteriores, se encargará de dejarlo todo atado y bien atado. Teniendo en cuenta este hecho, no es de extrañar que el mismísimo Mitterrand interviniera en favor de Derrida cuando el filósofo fue detenido en Praga acusado de posesión de drogas.

Joan Simó