divendres, 6 de setembre del 2019

Memorias de un voluntario patológicamente pesimista


Sota un cel estrellat, 
collia fruits feréstecs
amb delicadesa insular.


22 de agosto - Un señor griego mira, absorto él, un capítulo de Black Mirror en una tableta. Su momento de ocio se ha visto interrumpido por el abrupto despegar del avión en que ambos pretendíamos llegar a la isla natal de Pitágoras antes de las 8.30 (hora griega). Al perder las ruedas de la aeronave su contacto con el suelo, el hombre ha iniciado un acelerado ciclo de santiguaciones que ha ido repitiendo en diversas ocasiones durante el vuelo más breve y accidentado que los ojos de este inexperto viajero hayan visto jamás.

En Samos, islote volcánico, decadente y esencialmente mediterráneo, se respira un aire farragoso, como de postal de España postfranquista.

La postal.

Soy enviado a un almacén controlado por portugueses anglófilos que se encargan del empaquetado de las donaciones de ropa que, tarde o temprano, han de llegar a los más de 5.000 refugiados que malviven por la zona. Son gente agradable, cordial, eficiente y un pelín estrambótica que se desmarca, a todas luces, de los prejuicios que siempre me han inspirado nuestros vecinos lusos.

Por la tarde, ejerzo de estricto árbitro de un partido brutal y caótico, de aquellos que solo son posibles en los estadios de segunda regional italiana. Sin embargo, los protagonistas son niños refugiados que gritan, se lanzan piedras entre ellos y fingen no entender el significado de una tarjeta roja. Como no podía ser de otra forma, el match termina en trifulca.


23 de agosto - Los ariscos policías griegos, que comparten carácter, ideología y formas con sus homólogos europeos, deciden impedir la entrada al campo oficial, saturado de por sí, a una familia refugiada. Este lamentable hecho, acontecido después de la proyección pública de ese gran hito del cine moderno que lleva por nombre Las vacaciones de Mr. Bean, genera, en nuestra tribu (la de los voluntarios), una gran tristeza. 

Cosas peores se han visto. Un par de años atrás, en Serbia, vi a gente volver de su intentona de cruzar la frontera húngara, con mordidas de perro en las piernas. Había otros que, directamente, no regresaban. Sus cuerpos quedaban para siempre, magullados y desnudos, en medio de bosques que no eran susceptibles a batidas de búsqueda ni llantos públicos. Mi comentario es acusado de carecer de tacto. Respondo que el tacto y la esperanza son cosas incompatibles cuando uno habla de estas cuestiones. El mundo no se salvará por la pena; el mundo, siendo sinceros, jamás se salvará.

Horas antes, un hombre y su hija disfrutaban del atardecer a lomos de un solitario auto de choque. Una escena bonita que me gustaría destacar en medio de la perplejidad que esta isla me genera.

La escena.

24 de agosto - La mayor parte del grupo decide subir al monte más alto de la isla, el Oros Kerkis. Yo, que nunca he sido demasiado aficionado al excursionismo ni a la naturaleza en general, decido pasar el día entre la cama y la playa. Con Mercedes hablamos de posmodernismo, fidelidad, derecho y constitucionalismo mientras las hormigas griegas muerden una y otra vez mis pies desnudos.

Cae la noche y, durante una cena con aires de acampada, Miguel cuenta como un perro decidió agasajarlo con una lluvia dorada. Reímos.


25 de agosto - Cientos de viejos alemanes gozan de fastuosas cenas en la hiperturística ciudad de Pythagoreio. Junto a ellos se mece un mar plagado de microplásticos y cadáveres subsaharianos. Me enciendo un cigarrillo, llorar significaría exhibirse.

Al fondo, Turquía.

26 de agosto - Mercedes y yo hemos sido abandonados en un almacén siniestro que podría haber sido el escenario de incontables crímenes. Ricardo y una inglesa nos han encomendado la misión de construir un banco a partir de varios trozos de madera. Recuerdo esas aburridas mañanas de niñez en las que Kristian Pielhoff se apoderaba del comedor de mi casa para tratar de convertirme en un hombre capaz de dominar el glorioso arte del bricolaje. Lamento no haberle prestado mayor atención.

Posteriormente, un grupo de cuatro alemanes irrumpen en escena. Parecen votantes de Die Linke. Uno de ellos me presta su mechero, lo cual hace que sienta cierta simpatía por ellos y olvide el hecho de que nos han robado los únicos asientos que había en ese horrible lugar. Tras ser transportado en el maletero de una furgoneta vieja, me siento como una prostituta rumana traída a Europa con la falsa promesa de un futuro mejor.

P.D.: Empiezo a creer que la choni girega que, día tras día, se sienta en la esquinita de un comercio asiático esperando a quién sabe quién, es, en realidad, la reencarnación de Penélope. Ítaca no debe estar muy lejos de aquí.

P.D. 2: Me entero de que hay organizaciones (nosotros somos más dignos) que obsequian a los refugiados dándoles mochilas estampadas con los colores de la bandera yankee. Progresismo global, neocolonialismo con rastas.


27 de agosto - Mi labor de hoy se ha basado en recoger mierda proviniente de la zona que se extiende alrededor del campo oficial, la denominada jungle (un campo no oficial, totalmente insalubre, que acoje a la mayoría de los migrantes y que no dispone de agua potable) en la que se concentran la mayoría de refugiados. Acompañados por un grupúsculo de holandeses, que resultan ser los supuestos alemanes de ayer, intentamos vaciar el suelo de botellas llenas de orín, bandejas de plástico, cartas de póker y ratas muertas. Arqueología de la suciedad.

El río, una mierda.

Esa noche, como ya era tradición, Isabel fue a coger higos. La imagen es bonita y el verbo catalán collir le hace mayor justicia siendo más rural, refinado y estival.


28 de agosto - Tras una semana en este inhóspito lugar, he empezado a fijarme en el modo en que nos miran los locales. Se trata de una mezcla entre chulería, desprecio y odio irracional. Les entiendo.

Ordeno ropa y, posteriormente, arbitro otro partido. Esta vez los gilete jaunes (los que llevan chaleco) vencen por goleada con un equipo mediocre que tiene por defensas a un montón de pequeños afganos de cara achinada (pertenecientes a la etnia hazara) y patosos reflejos. Pese a ello, cuentan con el palestino Anaska, de casi dos metros, como estrella galáctica particular. Tres árabes atacan a un negro disciplinado del otro equipo que, al verse en minoría, responde a pedradas. Resulta fácil empatizar con el joven Eto'o.


29 de agosto - Agotadora jornada en el Baobab, una pequeña colonia suiza dónde reparto comida, juguetes, gritos y sudor. El que debía ser mi traductor afirma no hablar inglés.

Sapore di sale.

Más tarde, Oriol y yo bebemos Ouzo fumando en la barra de un bar a la patriarcal manera. La ausencia de ley antitabaco le da un algo especial a las noches griegas.


30 de agosto - Es oscuro, los voluntarios intentan contagiar a los niños, anárquicos y desbocados, su alegría excursionista. Suena la Macarena mientras hombres africanos de masculinidad animal entrenan sus músculos para engañar al hambre.

Yo, tratando de forzar alguna lágrima que sirva para liberar un sentimiento cobarde y egoísta, reprimido durante lustros, me escondo en un rincón para recordar la cara de una mujer a quien he visto llegar hoy a la tierra prometida. Europa la ha recibido con algo peor que el odio, una fría indiferencia materializada en una tienda de campaña y una bolsa de basura. Esa ha sido la respuesta a su lujosa petición: una habitación de hotel. Lo que más me ha dolido de su expresión ha sido la inocencia que de ella emanaba. Su cabreo podría parecerse al de una turista a quién le han retrasado el vuelo. Aún no ha llegado a ese ácido instante que precede a la desesperación. Tarde o temprano, se descubrirá mirando compulsivamente un viejo calendario helénico, decorado con estampitas ortodoxas, mientras espera inútilmente que transcurran los 1.095 días que la separan de su entrevista con ACNUR para solicitar el asilo, cita planeada para el 2022. Quizás entonces empezará a cobijar la remota esperanza de ser acogida por algún paisucho primermundista que le ofrecerá la oportunidad de terminar sus días fregando los portales de una ciudad hostil por el módico salario de 80 céntimos la hora. Decido mirar al cementerio vecino para fijarme en la estatua que preside la lápida de un mediocre futbolista regional. Qué paz la de los muertos en tierra firme.

Acabamos el día borrachos como cubas en una discoteca a la orilla del mar. Bailo un waltz con Anaska, él resta sobrio. Hay noches en que occidente decide mostrar sus encantos a los jóvenes refugiados palestinos.


31 de agosto - Visitamos unas cascadas. Caminando por los angostos caminos inundados por el Ποτάμι, me siento como un peón de la guerra del Vietnam.


2 de septiembre - La confusión que aún me produce la forma de decir "si" de los griegos (ναι, "nai") hace que, en vez de tomar un café solo, lo acabe bebiendo con una dosis excesiva de leche y azúcar. Escribo rodeado de ancianos helénicos que parlotean en su incomprensible y gástrico lenguaje. Los septuagenarios hablan de apuestas deportivas bajo la atenta mirada de un retrato de Demis Roussos, que preside el local.



Aprovechando mi día libre antes de partir hacia tierras hispánicas, decido pasear por las calles de la ciudad entre militares, turistas, refugiados y locales mientras pienso en como brillaban los ojos de Mahmoud al explicarme su sueño: abrir una floristería en Europa como la que tuvo, tiempo atrás en Gaza. Escucho perplejo sus ideas sobre los griegos, el pobre chico piensa que el racismo es una cosa exclusiva de este país. Si algún día consigue dejar atrás las tierras de Epicuro se dará cuenta del nivel de expansión al que ha llegado esta enfermedad que algún imbécil dijo que podía curarse viajando.

En el vuelo que me conduce nuevamente a Atenas coincido con un italiano de ascendencia morisca. Se trata de un personaje extraño, de mirada fúnebre y palabra escasa, que parece saber más de lo que dice. Cuando me explica que trabaja para FRONTEX mi suspicacia se dispara. El parece darse cuenta y, hábilmente, cambia de tema de conversación. Afirma que Roma es un lugar terrible y me recomienda que, en caso de trasladarme a Italia, me instale en Perugia. Tras el aterrizaje, desaparece sin dejar rastro.

El último recuerdo de este viaje me gustaría dedicarlo al pequeño Salah (he decidido apodarlo así por diversos motivos: desconozco su nombre, guardaba cierto parecido con el jugador del Liverpool y era bastante bueno con el balón). El caso es que hoy me lo he cruzado por una de las calles turísticas de esta cárcel al aire libre que es Samos y el chaval me ha preguntado si volvería a arbitrar el partido que día a día ha enfrentado al Ejercito Rojo con los Chalecos Amarillos. Me he excusado diciendo que debía ir a otra ciudad de la isla a hacer quién sabe qué, pero que el martes volvería. Él me ha creído. He mentido a un niño y él me ha creído.

Un cura ortodoxo repasa su Instagram mientras, en el excesivamente lujoso aeropuerto Eleftherios Venizelos, suena una canción de Julio Iglesias. Eso es todo lo que puedo decir desde mi nuevo hogar, una sala de fumadores bastante limpia. Atrás queda el verano.

Σαν βγεις στο πηγαιμό για την Ιθάκη,
να εύχεσαι να 'ναι μακρύς ο δρόμος,
γεμάτος περιπέτειες, γεμάτος γνώσεις.

(Konstantin Kavafis)

Dos periodistas de verdad, Laura y la Prudencio, escribirán, en su debido momento, algo más acertado sobre lo que, muy humildemente, he tratado de reflejar en estas líneas.